Del piano al universo onírico: la metamorfosis de Belén Aguilera en "Anela"
- ESZNA
- 16 sept
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Actualizado: 20 oct

Texto: Ángela Bellón
Cuando Belén Aguilera anunció Anela, su tercer álbum de estudio, lo hizo con un título tan enigmático como revelador: es el acrónimo de “Aunque No Exista La Arcadia”. La elección no fue casual. En un principio pensó llamarlo simplemente Arcadia, pero esa palabra ya estaba marcada por Lana del Rey, una de sus grandes influencias. El gesto la define: no huye de sus referentes, los abraza y los transforma hasta hacerlos suyos. Así nace Anela, un proyecto que no se limita a sumar canciones, sino que construye un universo.
Este disco es, sobre todo, un statement. Belén ya no es “la chica del piano”. El piano sigue existiendo, lo escuchamos en la delicadeza de Soledad o en la intimidad de Ahora que estoy bien, pero ahora convive con capas electrónicas, ambientes densos y un enfoque mucho más experimental. Anela es oscuro, onírico, místico; un viaje sonoro que la aleja del confort para situarla en otro lugar dentro del pop español. Y lo más interesante es que, aunque ese riesgo podía parecer un salto al vacío, Belén pisa firme: hay una seguridad en cada arreglo, en cada giro vocal, que deja claro que la transformación no es improvisada, sino fruto de una búsqueda consciente.
Desde el primer momento queda claro el rumbo. Laberinto, elegido como single de presentación, es una entrada magnética al universo de Anela. Y es que como lead single ha sido todo un acierto. La canción, con sus sintetizadores envolventes y su voz que se mueve entre lo íntimo y lo épico, es una invitación a perderse en la confusión y, a la vez, una declaración de intenciones: este no es un disco pensado para la radiofórmula, sino para dejarse absorber. Laberinto abre la puerta al universo que Aguilera ha querido presentar. Es potente, oscuro, con preguntas existenciales, con deseo y ambigüedad. No es el “himno radiofórmula”, sino algo que desafía. Y funciona como entrada al banquete emocional que se despliega en Anela. Esa canción marca el tono: no solo de estilo, sino de compromiso consigo misma, de exposición, de valentía.
A partir de ahí, el recorrido se expande y multiplica: Bruja evoca un ritual oscuro y conecta directamente con la tradición melancólica de Lana del Rey, mientras que Dama en apuros mira más hacia Caroline Polachek, con giros vocales impredecibles y estructuras que escapan del pop convencional.
La riqueza del álbum se entiende mejor si pensamos que Anela ha sido producido por seis manos distintas: Navi, Richi López, Los Puche, Lionel Crasta, D3llano, Mr Naisgai y Nusar 3000. Lo sorprendente es lo cohesivo que resulta. No importa si escuchamos la densidad experimental de Dama en apuros o la desnudez confesional de Ático: todo respira una misma esencia, todo suena a Belén Aguilera. Esa coherencia no solo se debe a lo musical, sino también a la dimensión estética. Anela es una experiencia audiovisual completa. Cada tema viene acompañado de un imaginario visual que amplifica la narrativa: en Bruja no solo escuchamos a Belén, la vemos encarnar un personaje; en Soledad la intimidad se vuelve casi cinematográfica; en Ático el refugio íntimo cobra cuerpo en imágenes.
A nivel lírico, Belén se reafirma como una artista que no tiene miedo de exponer su vulnerabilidad. Su intensidad emocional, lejos de ser un obstáculo, se convierte en la mayor fuerza del disco. Dama en apuros juega con ironía el cliché para reivindicar la fragilidad como espacio de poder; Soledad explora esa ambivalencia entre cárcel y refugio, tan contemporánea como universal; Dramático abraza el exceso sentimental sin pedir perdón por ello. Y cuando llegamos a Ahora que estoy bien, encontramos una conclusión casi resignada: la calma existe, pero no siempre se comparte, a veces se protege en silencio. Esa manera de convertir la vulnerabilidad en relato artístico es lo que da a Anela una voz propia y reconocible.
El riesgo también está en la forma en la que Belén se ha movido fuera de su zona de confort. Literalmente, porque buena parte del álbum se gestó al otro lado del Atlántico, en entornos nuevos que la obligaron a trabajar de manera diferente. Supongo, que a veces tenemos que alejarnos simplemente para encontrarnos a nosotras mismas. Así, se ha alejado del piano como refugio seguro y ha explorado sonidos más electrónicos, texturas menos previsibles. Eclipse es quizá el ejemplo más claro: un tema surrealista, con un juego vocal desconcertante, que rompe expectativas y confirma que Belén no teme experimentar.

Belén Aguilera es romántica: no la romántica de flores y cielos despejados, sino la romántica de las tormentas, de lo trágico, de la ambivalencia. Tiene algo de estética decimonónica: la carta que se escribe en la oscuridad de la noche, el temor, el anhelo, la luna, la metáfora, la soledad sentimental. Anela a nivel narrativo está atravesado por dicotomías que lo convierten en un disco profundamente romántico, aunque no en el sentido actual de la palabra, sino en el del siglo XIX como comentabamos. Aquí las emociones se viven como tormentas, cartas nocturnas, pasiones desbordadas. En Soledad la dualidad entre sufrimiento y liberación recuerda al romanticismo trágico; en Dramático la teatralidad del exceso es casi barroca; en Bruja el ritual convierte lo íntimo en colectivo. Belén canta desde un lugar donde las emociones no se moderan, sino que se exhiben con crudeza y belleza a la vez.
El álbum gravita hacia lo místico, lo onírico, rozando lo fantástico. No es luminoso todo el rato; hay sombras, laberintos, rincones oscuros. Canciones en las que se explora la ambivalencia: la soledad que puede ser cárcel, pero también refugio; la emoción intensa que duele pero que también libera. Aguilera no borra el dolor, no lo suaviza del todo; lo abraza. Y en ese abrazo se siente la madurez de alguien que ya no teme sus propias grietas.
Lo que resulta indiscutible es que Anela consolida a Belén Aguilera como una artista con identidad propia. Ya no se define por un instrumento, ni por un género concreto, sino por su capacidad de crear universos donde lo sonoro, lo lírico y lo visual dialogan de forma inseparable. Ha sabido transformar la vulnerabilidad en fortaleza, las influencias en identidad, la búsqueda personal en un discurso artístico sólido. Y todo esto lo hará crecer todavía más cuando suba al escenario del Movistar Arena el 12 de octubre. Ese concierto, que promete ser el más importante de su carrera, será la prueba definitiva de que Anela no se escucha solo: se vive, se ve, se siente como una experiencia total.
Lo más admirable es cómo, a pesar de esta riqueza emocional y sonora, el álbum mantiene una cohesión férrea. A lo largo de las diferentes canciones vemos diferentes versiones de Aguilera. A veces, con un aire ritual y místico, y otras, más desnuda y confesional, pero siempre reconocemos la misma voz, la misma búsqueda. Y eso habla no solo del talento de Aguilera, sino también del equipo humano que la acompaña: desde Santa Mónica Films a cargo de los videoclips hasta Carlos Varela encargado de aportar su granito de arena en su estilismo.
En definitiva, Anela no es un álbum más, sino el punto de inflexión en la carrera de Belén Aguilera. Un trabajo arriesgado, oscuro, onírico y profundamente honesto, que la sitúa como una de las voces más singulares del pop español actual. Puede que no sea el disco más accesible, pero sí uno de los más relevantes. Y sobre todo, el que demuestra que Belén ya no busca ser reconocida como “la chica del piano”: ahora es una artista completa, capaz de crear mundos y arrastrarnos dentro de ellos.



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