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Entre el caos y la ternura: la fuerza de Anora

  • Foto del escritor: ESZNA
    ESZNA
  • 15 oct
  • 6 Min. de lectura

Madrid, Comunidad de Madrid

Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)
Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)

Texto: Ángela Bellón


Hace casi un año del estreno de Anora, y sin embargo, la sigo teniendo tan presente como el primer día. No es algo que me ocurra con frecuencia: muchas películas se disfrutan, se comentan y se olvidan, pero Anora se quedó conmigo. A veces vuelve a mi cabeza en los momentos más inesperados, como si su energía desbordante, su crudeza y su ternura siguieran buscando algo en mí. Es una de esas películas que, más allá de lo que cuenta, deja una huella por cómo lo hace, por cómo te sacude sin necesidad de gritarte.


Recuerdo cuando intenté convencer a mi amigo Fran para que la viera. Tengo esa obsesión (bastante irracional, lo admito) por que a la gente le gusten las cosas que a mí me gustan. Me paso horas tratando de transmitir el entusiasmo, de traducir en palabras esa sensación de “tienes que verla, confía en mí”. Pero Francisco no parecía muy convencido. Su objeción fue inmediata: “No me apetece ver la historia de una stripper”. Y entendí su reticencia, porque a simple vista, la sinopsis puede dar lugar a equívocos. Pero Anora no es eso. O no solo eso. Y ahora, el tiempo (y Francisco) me han dado la razón.


Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)
Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)

Sí, la película nos presenta la precariedad de su protagonista, una joven que sobrevive en el borde de todo —económico, emocional, social—, pero esa es solo una capa de un relato mucho más amplio. Lo que empieza como una historia íntima sobre una chica de striptease en Nueva York se transforma, casi sin avisar, en una road movie de las que ya no se hacen. Una persecución delirante y vibrante, tan desquiciada como los personajes que la habitan. Hay un pulso entre el caos y la ternura que atraviesa toda la cinta, un vaivén constante entre el humor más absurdo y la tragedia más pura.


Anora es, en el fondo, una película sobre la búsqueda de algo que no se puede comprar: el amor, la seguridad, la pertenencia. Y eso es lo que la hace tan universal. La precariedad no es solo económica, también emocional. Anora, pese a lo que se pueda decir, es un personaje con muchas capas. Es mucho más que una bailarina o una chica de compañía. Es una joven mujer en sus veinte que, como tantas otras, solo quiere sentirse querida y protegida, aunque no siempre sepa cómo lograrlo. Lo fascinante es cómo la película —y la interpretación de Mikey Madison— consigue que veamos su vulnerabilidad sin juzgarla, que empaticemos con sus decisiones incluso cuando parecen insensatas.


Madison, por cierto, está monumental. Más que merecedora de ese Oscar que finalmente se llevó (y que, para mí, fue uno de los pocos premios de la temporada realmente incuestionables). Su interpretación es un pequeño prodigio de matices: tiene que moverse entre lo bufonesco, el romance, la comedia y la tragedia, todo en cuestión de minutos, sin perder nunca la coherencia del personaje. Es capaz de hacerte reír en una escena, estremecerte en la siguiente y, sin que te des cuenta, partirte el corazón. Además, su físico se convierte en parte esencial del relato: baila, corre, se cae, se levanta, pelea. Y todo eso lo hace con una naturalidad que te hace olvidar que estás viendo a una actriz.


Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)
Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)

Y con respecto a esto último, hay un detalle visual que me obsesiona: la evolución de vestuario de Anora. A medida que avanza la trama, y cuanto más vulnerable la vemos, más capas de ropa lleva encima. Al principio, la vemos expuesta, casi desnuda ante el mundo —literal y emocionalmente—, pero hacia el final está cubierta, protegida, como si hubiera aprendido a blindarse. Esa evolución, casi imperceptible, es también la historia del personaje: el tránsito de la exposición ingenua a la defensa consciente.


Y en esa construcción tan sutil está también la mano firme de Sean Baker. Anora es, sin duda, la película que lo consagra como un cineasta de prestigio. Baker lleva años explorando los márgenes de la sociedad estadounidense —en Tangerine, The Florida Project o Red Rocket—, pero aquí da un salto cualitativo. Su madurez narrativa es evidente: no necesitamos saber demasiado sobre la historia de fondo de nadie, al menos no directamente. Baker se apoya en pequeños gestos, en miradas, en silencios, en detalles casi imperceptibles que otorgan una profundidad enorme a personajes que, en manos menos hábiles, serían meras caricaturas.


Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)
Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)

Otro elemento esencial es la música. Los grandes y vibrantes temas de club nocturno no son solo una ambientación, sino una forma de adentrarnos en la vida interior de los personajes. A menudo, la música se desliza de lo diegético a lo no diegético y viceversa: a veces pertenece al mundo de Anora, otras parece surgir desde nuestra propia emoción como espectadores. Esa transición sutil nos conecta directamente con la historia; nos induce a entrar en ella de lleno y nos lleva a sentir que compartimos su mismo pulso. Es una manera brillante de romper la barrera entre lo que ocurre en la pantalla y lo que ocurre en la butaca, o mejor dicho, dentro de nosotros.


Quizás lo que más me sorprendió fue la energía que destila la película, ese ritmo frenético que nunca parece agotarse. Son más de dos horas de metraje que, lejos de sentirse largas, se te hacen escasas. Sientes que podrías seguir acompañando a Anora en ese viaje un poco más, aunque sea solo para asegurarte de que está bien. La dirección —inteligente, arriesgada y tremendamente humana— consigue algo muy difícil: mantenerte pegado al asiento no solo por los giros de guion o las persecuciones, sino por el deseo genuino de saber qué será de ella.


Salí de la sala ensimismada con lo que acababa de ver pero sabiendo que se llevaría mis cinco estrellas en Letterboxd. Esa sensación de vacío que te deja una buena película, cuando las luces se encienden y te cuesta recordar en qué ciudad estás. Todo parecía distinto: las calles, la gente, incluso el aire. Anora me había sumergido tanto en su universo que el regreso a la realidad fue casi un choque. Pensé en esa joven que, entre lágrimas, carcajadas y caos, había conseguido algo que muchos personajes de cine no logran: parecer real.


Quizás por eso, un año después, sigo pensando en ella. Porque Anora no se limita a contar una historia, sino que te hace sentir parte de ella. Te invita a mirar de cerca a una persona que, en otras películas, sería un estereotipo o un elemento secundario. Aquí, en cambio, es el centro del mundo. Y lo que más me conmueve es que la película no busca redimirla ni juzgarla; simplemente la acompaña, la observa, la deja ser.


Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)
Fotograma de Anora (Film Nation Entertainment)

En tiempos en los que el cine parece obsesionado con la ironía o con el distanciamiento emocional, Anora se atreve a ser honesta, imperfecta y profundamente humana. Tiene humor, dolor, amor y locura, todo mezclado en una espiral que parece no tener fin. Es una de esas historias que te recuerdan por qué seguimos yendo al cine: para sentir, para entender un poco más a los demás, o al menos para intentarlo.


Meses después, mi amigo Fran finalmente la vio —y no fue solo por mis insistencias—, y para mi sorpresa, le encantó. Me escribió entusiasmado, con esa mezcla de admiración y arrepentimiento de quien llega tarde a algo importante. Pero eso ya es lo de menos. Porque, al final, las películas que más nos marcan no son necesariamente las que compartimos, sino las que nos acompañan en silencio, las que seguimos repasando una y otra vez en la cabeza, buscando nuevas razones para explicar por qué nos dejaron sin palabras.


Y Anora, sin duda, es una de ellas. Una película que se ríe del desastre humano, lo abraza y lo convierte en algo bello. Una historia sobre una chica que solo quería ser amada, y sobre todos nosotros, intentando —como ella— sobrevivir a la locura del mundo con algo de dignidad y mucho corazón.


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